Los tiempos de la academia

Oscar López Pulecio

Gobiernos de toda clase alrededor del mundo han utilizado el tema de la educación como una bandera de campaña. Es una verdad de perogrullo que una sociedad educada tiene más posibilidades de generación de bienestar que una que no lo sea, y que entre más educada esté más posibilidades tiene. Las estadísticas de desempleo en Colombia indican que el perfil típico del desempleado es un joven urbano de poca educación, y que allí se concentran el grueso de los desempleados. Pero la educación es un proyecto costoso a largo plazo cuyos réditos políticos inmediatos son difíciles de medir, frente a decisiones de impacto inmediato como las obras públicas o la seguridad nacional. 

Cuando se promulgó la Constitución de 1991, la cual consagró un estado social participativo, garantista de los derechos sociales, incluyó entre esas garantías la autonomía universitaria, la cual era una consecuencia obligada de los principios que alentaban la nueva carta política. La ley 30 de 1992 desarrolló ese y otros aspectos de la educación superior y su articulado fue en sí mismo resultado de un amplio debate académico en el que se presentaron concepciones pragmáticas sobre cómo debería organizarse la universidad, tanto como concepciones intelectuales, sobre su deber ser, sus principios fundamentales, su capacidad crítica, su responsabilidad social, la educación integral, todo ello basado en la autoregulación. 

Innovadora en su momento, dieciocho años después, se hace necesaria una revisión, que la ponga al día con la enorme transformación que ha sufrido la creación y transmisión del conocimiento en esos años. Una sociedad que ha desbordado los campus universitarios, que ha adquirido las más sofisticadas metodologías, que ha roto las fronteras entre instituciones y disciplinas, que ha multiplicado sus costos, forzada a incorporarse responsablemente al mundo globalizado, requiere de una norma que satisfaga esas exigencias. Pero un tema de esa naturaleza sólo puede ser tratado con un proceso similar a como se hizo la ley vigente: a través de un proceso de consulta y análisis con las comunidades académicas de todo el país, que permita identificar las muy diferentes necesidades sentidas de universidades públicas y privadas, nacionales y territoriales, y demás instituciones de educación superior. Los temas que reformaría el proyecto gubernamental, preparado por el Ministerio de Educación, cuya radicación en el Congreso se espera para el segundo semestre de este año, y cuyo texto no se ha hecho público, serían: mayor financiamiento y nuevas fuentes de recursos, desarrollo y flexibilización del sistema, aseguramiento de la calidad y mejoramiento de la gestión, fomento a la internacionalización, relaciones con la sociedad, y fortalecimiento de la institucionalidad. En cada uno de ellos hay ciertamente mucha tela para cortar. 

Lo único que no ha cambiado ni debe cambiar es la autonomía universitaria misma, sin la cual no puede hablarse de una sociedad libre, democrática y participativa, donde la educación ha pasado de ser un servicio público a ser un bien público, es decir un patrimonio colectivo. Y como consecuencia, tampoco ha cambiado el derecho de las universidades a participar, de modo intenso y en el plazo que requiera un asunto tan delicado, en el debate sobre cómo debe ser la educación universitaria en Colombia. Parecería que los tiempos pausados de la academia no están coincidiendo, en este caso, con los tiempos afanosos del Gobierno.

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